CADA MAÑANA
Seis de la mañana. Suena el despertador. Aunque en realidad lleva sonando a la misma hora desde hace muchos años. Pero desde que comenzó todo esto parece hacerlo con más inquina. Me levanto intentando hacer el menor ruido posible para no despertar a mi mujer. — Tranquilo. Yo tampoco he dormido — dice ella refugiándose en la oscuridad de la habitación mientras me dirijo al baño. El espejo me devuelve el reflejo cuando apoyo ambas manos en el lavabo. En estas semanas, el cabello me ha crecido considerablemente. Las ojeras también. Apenas llevo quince minutos despierto, cuando me abofetea la primera dosis de realidad. Junto al uniforme, la mascarilla. Al principio me la ponía durante la tensa calma que suponen los minutos anteriores a que el super abra sus puertas. Ahora, salgo de casa con ella puesta, a pesar de mi dificultad para respirar. O tal vez sea por la ansiedad. Siempre es bueno tener un culpable a mano. Mientras me visto, la cafetera funciona impasible. A su ritmo. El minutero avanza implacable. Apuro la taza, subo el volumen de la música en el móvil. Tom Petty me acompaña. Me cuenta a través de los auriculares que incluso los perdedores son afortunados a veces. Cierro la puerta.
Camino por calles vacías y oscuras. Antes, cuando pasaba junto a las ventanas, olía a café recién hecho y a pan tostado. Ahora, apenas se ven luces encendidas. Imagino que la incertidumbre se combate mejor con la cabeza entre las sábanas. Ya en el trabajo, las caras de los compañeros lo dice todo. Ni siquiera la rutina y las prisas consiguen hacer que se desvanezcan los fantasmas. Como mucho, sus bocas se silencian durante un instante. Cada casa es un mundo, —¡y alguna hasta dos!— Dice alguien en algún pasillo. Unas risas se cuelan de improvisto. Por un momento parece un día normal. Hasta que te fijas en los ojos del que está a tu lado. El miedo no se disimula con esa apariencia de tranquilidad, por mucho que te esfuerces. —¿Qué hora es? — las nueve menos diez —. En la calle la cola da la vuelta a la manzana. Tu mirada se cruza con la de la gente que espera fuera. Un muro de cristal en forma de ventana que separa dos maneras distintas de vivir la misma situación. Una voz te saca abruptamente de tus pensamientos. — ¿Estáis preparados? —. Miras a tu compañero más cercano. Sabes que no, pero no te queda otra. Las puertas se abren. Saludos, silencios, sonrisas, exigencias... Cada casa es un mundo. Miro el reloj. ¡Qué lejos quedan todavía las dos! Ahora el minutero parece haber perdido toda prisa. Alguien te reprocha que no hay lo que ha venido a buscar. Otro te cuenta no sé qué. —¿Aquello dónde está?— Desconecto por un instante. Mejor que contar hasta diez. De pronto y casi por sorpresa, aquella señora te da las gracias por estar ahí cada día. Le sonríes mientras piensas: —nadie se acordará de nosotros cuando esto acabe—.
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