CUATRO DISCOS PARA SIEMPRE.

El tramo temporal que va desde 1984 a 1990 fue mi importante para mí. Frenético y excitante. Un adolescente con sobredosis hormonal que descubría el rock duro y ante el que se presentaban una serie de discos descubiertos y por descubrir en un continuo bucle de admiración perpetua. Que solo paraba de escuchar música para devorar películas que alquilaba diariamente en el videoclub máscercano. Me sentía incomprendido. Ni mis amigos ni compañeros de instituto comprendían ese ansia que me devoraba. Ese sin vivir por intentar explicar las sensaciones creadas por esta o aquella canción. Cintas de vhs repletas de videoclips. Posters en la pared. Revistas en los cajones. Seguramente como muchos de los que estaréis leyendo ahora mismo esto y recordando. Quizás por eso nos sentíamos especiales. Porque lo eramos. Aunque fuese a nuestra manera. Muchos se desconectaron de aquel veneno. Fueron capaces de rehabilitarse, de convertirse en perfectos seres normales. De tortilla de patatas en casa de la suegra. De chupitos de whiskey a escondidas con sabor a melancolía. Tú y yo no. Al menos no de esa manera. Igual es que siempre fuimos algo raros, como me dijo alguien hace no demasiado. Quizás porque simplemente tratamos de ser de nuestra manera, aunque a veces nos arrodillase la circunstancia.


Nunca me cansé de aquellos grupos de grandes videoclips, estribillos pegadizos, baladas inmensas. De hecho, aún sigo sin hacerlo. Pero si comenzaba a echar en falta esa peligrosidad que siempre sentí adherida al rock and roll. Los chicos guapos no hacen rock and roll. Quizás si. Pero fardaba más ser un chico malo. Y la vida en la calle, en tu casa, en el instituto, no se parecía desde luego a un videoclip de Warrant. A la vez que caminaba hacia delante no dudaba en dar pasos atrás. Nuevos discos aparecían en mi vida. Al mismo tiempo, también comenzaban a ser parte de ella todo el hard rock de los primeros 80, la NWOBHM y el rock de los 70. En 1987 el “Appetite for destruction” fue ese fuck you all que estaba anhelando. En 1988, “In the dynamite jet saloon” esa dosis de chulería necesaria para enseñar tus puños al mundo. En 1989, “Shake your money maker” completó la santísima trinidad de discos de rock and roll de los ochenta que me tatué en el alma. Un año más tarde, “A little bit of what you fancy” también se unió al club. El final de la década me dejó cuatro discos de los que jamás quise escapar. Con el tiempo hubo muchos más, posteriores y anteriores. Pero ya sabéis lo que dicen, el primer amor es para siempre.






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