AQUELLA CINTA DE LEÑO

El colegio me enseñó a leer, escribir y sumar. Tal vez  algo más, aunque ahora mi cabeza se niegue a recordarlo o reconocerlo. Guardo un gran recuerdo de aquellos días gracias a los compañeros que me tocaron en suerte. Del profesorado no tanto. Llegué a la localidad donde vivo con diez años - hasta noviembre no cumplía los once -, quinto curso de la extinta E.G.B. El niño nuevo, al que seguramente todos miraban con la expectación y el recelo de la novedad. Solo llevaba unos días, cuando aquel profesor de cuyo nombre no quiero acordarme, me ridiculizó en público, delante de toda la clase. Desconozco su intención, y me importa bien poco a estas alturas, cuando nuestros caminos llevan décadas sin cruzarse. Con el tiempo comprendí que fue un momento vivido en el filo, en el equilibrio de convertirme en un paria a ojos del resto. Afortunadamente, aquellos que compartieron pupitre conmigo durante los siguientes cuatro años, me acogieron con el cariño que dan los brazos abiertos y la inocencia que comienza esa deriva propia de la edad. Ese día no aprendí a leer ni a escribir, pero sí se fortalecieron mis convicciones, y no di mi brazo a torcer. El colegio me enseñó a leer, escribir y sumar. También a observar y hacerme fuerte, aunque tal vez no fuese su propósito. El tiempo me mostró la importancia de la docencia, del buen trabajo y la vocación. También que el camino está lleno de pedruscos que nadie se molesta en apartar y terminan determinando su fama.


El colegio me enseñó a multiplicar, dividir y descomponer oraciones. La calle a vivir, sufrir, pelear y disfrutar. Que la teoría es necesaria pero a veces en la práctica se queda corta. Que la ley del más fuerte muchas veces la dirige el más inteligente. No siempre. El paso de niño a adulto es tan corto y a la vez tan largo, que se diluye casi sin darte cuenta y sin posibilidad de recuperar lo que pierdes por el camino. Llegó la música, la que sabía a barrio, a colegas en un banco del parque. Litronas y conversaciones de horas,  importancia capital en aquel momento y que ahora me producen una sonrisa e incluso sonrojo cuando las veo reflejadas en mi hija adolescente. Revistas de mano en mano. ¡Ese grupo lo tienes que escuchar, hazme caso!. Bocadillos sin comer en el instituto para guardar el dinero, con la intención de comprar aquel disco. Tiendas con inmensos cajones llenos de cintas de cassette a muy buen precio. Esa portada me convenció. La calle me enseñó a caer a pecho descubierto. Aquella cinta de Leño a afrontarlo. A comprender que lo mío eran maneras de vivir, que no estaba triste aunque no me viesen sonreír. A defender con los puños que no se vende el Rock and Roll a pesar de que a cada momento, se me revelaba que todo, hasta los más altos ideales, tenían un precio. 

Aquella cinta de Leño me enseñó que el corazón tiene más valor que la destreza, a no tener pelos en la lengua sin perder la compostura y todavía así, meter el dedo en la llaga. Me forjó una conciencia que mantengo aferrada a mí hoy en día. A saber donde pertenezco, por lo que luchar y creer. Le digo a mis hijos que aprendan en el colegio, a leer, escribir, multiplicar y sumar. Pero que mantengan siempre su mente abierta y crítica. Sé que eso lo enseña el tiempo, los golpes, las caídas de las que cuesta levantarse. Quizás también aquella cinta de Leño.

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