AQUELLA CINTA DE LEÑO
El colegio me enseñó a multiplicar, dividir y descomponer oraciones. La calle a vivir, sufrir, pelear y disfrutar. Que la teoría es necesaria pero a veces en la práctica se queda corta. Que la ley del más fuerte muchas veces la dirige el más inteligente. No siempre. El paso de niño a adulto es tan corto y a la vez tan largo, que se diluye casi sin darte cuenta y sin posibilidad de recuperar lo que pierdes por el camino. Llegó la música, la que sabía a barrio, a colegas en un banco del parque. Litronas y conversaciones de horas, importancia capital en aquel momento y que ahora me producen una sonrisa e incluso sonrojo cuando las veo reflejadas en mi hija adolescente. Revistas de mano en mano. ¡Ese grupo lo tienes que escuchar, hazme caso!. Bocadillos sin comer en el instituto para guardar el dinero, con la intención de comprar aquel disco. Tiendas con inmensos cajones llenos de cintas de cassette a muy buen precio. Esa portada me convenció. La calle me enseñó a caer a pecho descubierto. Aquella cinta de Leño a afrontarlo. A comprender que lo mío eran maneras de vivir, que no estaba triste aunque no me viesen sonreír. A defender con los puños que no se vende el Rock and Roll a pesar de que a cada momento, se me revelaba que todo, hasta los más altos ideales, tenían un precio.
Aquella cinta de Leño me enseñó que el corazón tiene más valor que la destreza, a no tener pelos en la lengua sin perder la compostura y todavía así, meter el dedo en la llaga. Me forjó una conciencia que mantengo aferrada a mí hoy en día. A saber donde pertenezco, por lo que luchar y creer. Le digo a mis hijos que aprendan en el colegio, a leer, escribir, multiplicar y sumar. Pero que mantengan siempre su mente abierta y crítica. Sé que eso lo enseña el tiempo, los golpes, las caídas de las que cuesta levantarse. Quizás también aquella cinta de Leño.
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