JM Conejo - La eterna juventud

Sí un árbol cae en el bosque y nadie está cerca para oírlo, ¿hace algún sonido?. Esa pregunta ronda mi cabeza cuando esta mañana me voy a la playa con mi hijo adolescente. Dejamos los móviles en casa, tan solo la toalla, una silla plegable y un libro me acompañan. Sí no subes instantáneas de donde has estado a alguna red social, ¿estuviste allí?. No pretendo caer en la crítica fácil a la exposición que realizamos de nuestras vidas, ya que por una parte, me gusta subir fotos a Instagram, cómodo sustituto de vetustos álbumes de fotos que ocupan espacio en cajones que ya no abrimos, y por otro, ¿no somos en el fondo todos un poco exhibicionistas?, ¿no forma parte de nuestra forma de ser incluso aunque nos empeñemos en negar nuestros pecados?. Vivimos en tiempos actuales, en los que el contacto social ha virado por lugares virtuales. Puedes mantener conversaciones diarias a flor de piel con personas cuya distancia física impida que alguna vez compartas el espacio físico de la distancia de una mesa. Aunque siempre hemos necesitado la contrastación de otro para reafirmar nuestros actos, esa necesidad imperiosa de contar lo que nos ha pasado como marchamo de su existencia, aunque en vez de una fotografía digital colgada en un ámbito no tangible, fuesen los surcos en nuestra piel, las expresiones y tono de nuestra voz, las que actuasen de vehículo conductor. ¿Sí un árbol cae en el bosque...?

¿Ocurre lo mismo con las canciones?. ¿No terminan de cobrar vida si no son escuchadas por alguien, si no hay quien las incorpore a sus vivencias?. Lo desconozco, porque nunca he tenido la capacidad de componerlas, tan sólo de incorporarlas a mi camino errático por la vida. Llego a casa, oliendo a salitre y arena, dando importancia a pensamientos que recorren mi cabeza y que desconozco si llegarán a buen puerto. Recorro con mis dedos los discos, necesito esa cercanía de las canciones que de una manera u otra me cuentan historias con las que conecto sin nada a cambio, al menos eso parece cuando las cosas no se pueden tocar y si sentir. Me siento a escuchar historias desnudas que salen de una guitarra pero nacen mucho más adentro. Admiro a tipos como JM Conejo, que va retratando retazos de su vida a través de sus canciones. Cuando se aleja de la electricidad de Zoo!, se sume en la cercanía intimista de canciones que saben al frescor de la casapuerta, a la pena del cansancio, a la sonrisa de un guiño inesperado.

JM Conejo en solitario deja salir su necesidad de transmitir a través de sus canciones, se deja llevar por las corrientes del estrecho para convertirse en cantautor con sabor a costa, la naturalidad con que observa el vuelo de la gaviota quien vive cerca del mar. En su marchamo Atlántico se funde la calidez mediterránea, con la brisa de la música italiana besando la orilla donde arena y agua se convierten en canciones. JM Conejo nunca será un músico de masas, tampoco tengo claro que realmente lo desease, al menos con sus discos en solitario, lo suyo es más abrir la puerta a tantas cosas que contar, a tanta pasión sin filtrar que termina convertida en acordes, y que de una manera u otra, cuando escapa de su garganta se convierte sin duda en la eterna juventud.

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