Antropología y Decibelios (I)

La cantidad de discos que se editan en torno al Death Metal como círculo concéntrico es sencillamente apabullante, posiblemente tan solo con los multiples proyectos de Rogga Johanson tienes para rato, y eso que se me escapan multitud de discos porque no soy un fan fatal del género, como mi amigo, compañero en RTBM y bajista en DML amén de varias historias más, Félix Morales, que sale a colación en este texto porque he prestado atención a Ulcerate a raíz de una conversación este verano, copas y pescaito frito de por medio, con Ana y Félix cerca de la playa, en la que el nombre de los neozelandeses salió a la palestra con disparidad de opiniones. Quizás lo lógico hubiese sido comenzar desde el génesis, escuchar los discos de Ulcerate de forma escalonada, por orden cronológico para tratar de ser capaz de percibir la evolución -o involución, vete a saber- del grupo durante todo este tiempo. ¿Pero quien necesita o se rige por la lógica?. 

Es curioso, porque desde que a mi medio siglo de vida, decidí comenzar mis estudios universitarios de Antropología Social y Cultural, sin una razón vinculante, o quizas si, me he visto envuelto en una espiral que me conduce incansable por las sendas de los sonidos más extremos del metal. Aunque el Death Metal siempre haya sido parte de mi aquelarre musical, no es menos cierto que cuando hablamos de potencia, es el thrash metal donde siempre he sentido haber encajado  mejor. Pero es que esta fijación por la musica extrema no se centra ya principalmente en su corte sonoro, donde como dije anteriormente, ya habia puesto mis pies desde aquellos lejanos años de principio de los noventa, sino en un interés por la gente que le da vida tanto desde detrás del instrumento como frente a los altavoces.

No olvidemos que la importancia del comportamiento social no está realmente en lo que uno hace sino en la acción social en reacción con los demas, es decir, más allá del por que, centrarnos en como afecta a quien le rodea y que reacción impulsa a ejercer a los demás. Los patrones de ritos arraigados en las costumbres de los pueblos muchas veces se reflejan de manera involuntaria en comportamientos dentro del espectro de la música. Hace unos meses, una de mis profesoras, Eva de Andrés Castro, me hablaba de una costumbre popular en la que durante una de las festividades de cierto pueblo (creo recordar que portugués, pero ahora mismo mi memoria no es capaz de ubicarlo geográficamente), sus habitantes se agrupan por parroquias y comienzan un hostil rito de insultos y agravios que incluye a miembros de una misma familia, quedando todo enterrado en el lodo del olvido una vez finalizado dicho rito.

Y yo, mientras me lo explicaba, no podia evitar realizar puentes con el llamado “Wall of death” de los conciertos de metal, vínculo que tal vez solo yo sea capaz de crear influenciado por una acción que me llama la atención a la vez que reconozco, sea o no participe, como muestra de los rasgos identitarios de los metalheads. ¡Cuidado cuando hablamos de identidades!, porque resulta tentador caer en la trampa de malinterpretar el término identidad y querer trazar a su alrededor líneas con las que separar, con las que discriminar a quien creemos que no encaja en nuestro propio concepto de identidad, cuando al fin y al cabo, no son mas que fronteras construidas sobre papel mojado ya que la identidad es algo fluido que va adquiriendo para sí misma rasgos de otras de alrededor y soltando a su vez las que en ese momento ya no consideran necesarios. Por eso es importante no confundir identidad con marcadores diacríticos en ambientes de socialidad y performatividad, esos que nos permiten identificarnos y a la vez distinguirnos dentro de la homogeneidad. Aquello que nos une, nos distingue, no debe ser jamás un cerrojo, por muy “peculiar” que pueda ser un movimiento, una corriente dentro de un espectro que no goza de una aprobación mayoritaria, bien por desconocimiento de aquel que otea desde la distancia o de una bien trabajada “provocación” en nombre de la no convencionalidad.

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